Nevado un perro que dio su vida por la libertad de Sur America?
Nevado fue el
perro fiel del Libertador Simón Bolívar y lo acompañó durante muchas travesías
y batallas.
Bolívar y Nevado unieron sus destinos cuando el prócer recorrió los Andes
venezolanos durante la Campaña Admirable (1813). El perro enfrentó a la tropa
de Bolívar cuando estos pretendían ingresar a la Hacienda Moconoque (cerca del
pueblo de Mucuchíes), en busca de resguardo y alimentos. Bolívar quedó
impresionado de la valentía del animal para confrontar a sus hombres armados
con fusiles y lanzas.
El Libertador le preguntó a don Vicente Pino, el dueño de la hacienda, sobre la
posibilidad de conseguir un cachorro y éste le obsequió a Nevado. El cuidador y
entrenador del perro fue el indio Tinjacá, al que los demás oficiales del
Libertador apodaron como "El edecán de Nevado".
Nevado acompañó a Bolívar en toda las batallas hasta llegar a Caracas. En la
batalla de La Puerta (1814), Nevado y Tinjacá fueron apresados por Boves, pero
afortunadamente lograron escapar poco tiempo después. Transcurrieron seis años
para que Nevado y Tinjacá se reencontraran con el Libertador.
La muerte del fiel amigo del Libertador ocurrió en batalla. Nevado, que se
abalanzaba sobre los caballos de los españoles, murió cuando una lanza atravesó
su robusto cuerpo durante la Batalla de Carabobo, el 24 de junio de 1821,
combate que determinó la independencia de Venezuela.
EL PERRO NEVADO
En una brumosa tarde de junio del año de 1813, se detuvo una escolta de caballería frente a la casa de Moconoque, sitio distante una legua de la villa de Mucuchíes, para entonces el lugar más elevado de Venezuela.
La casa parecía
desierta, pero apenas habrían dado dos o tres toques en la puerta, cuando
instintivamente los caballos que estaban más cerca retrocedieron espantados. Un
enorme perro saltó a la mitad del camino dando furiosos aullidos. Era un animal
corpulento y lanudo como un carnero, de la raza especial de los páramos
andinos, que en nada cede a la muy afamada de los perros del monte de San
Bernardo.
Ante la actitud resuelta y amenazadora del perro brillaron de súbito diez o doce lanzas enristradas contra él, pero en el mismo instante se oyó a espaldas de los dragones una voz de mando que en el acto fue obedecida:
—¡No hagáis daño a
ese animal! ¡Oh, es uno de los perros más hermosos que he conocido!
Era la voz del Brigadier Simón
Bolívar, que cruzaba los ventisqueros de los Andes con un reducido ejército.
Por algunos momentos estuvo admirando al perro que parecía dispuesto a defender
por sí solo el paso contra toda el escolta de caballería hasta que el dueño de
la casa, don Vicente Pino, salió a la puerta y lo llamó con instancia.
—¡Nevado! ... ¡Nevado! ¿Qué es eso?
El fiel animal obedeció en el acto
y se volvió para el patio de la casa gruñendo sordamente. Su pinta era en
extremo rara y a ella debía el nombre de Nevado, porque siendo negro como un
azabache, tenía las orejas, el lomo y la cola blancos, muy blancos, como
los copos de nieve. Era una viva representación de la cresta nevada de sus nativos
montes.
El señor Pino, que era un respetable propietario, se puso inmediatamente a las órdenes de Bolívar y sus oficiales, y obtenidos de él los informes que necesitaban referentes a la marcha que hacían, la continuaron hasta Mucuchíes, donde iban a pernoctar. Bolívar miró por última vez a Nevado con ojos de admiración y profunda simpatía, y al despedirse, preguntó al señor Pino si seria fácil conseguir un cachorro de aquella raza.
—Muy fácil me
parece —le contestó—, y desde
luego me permito ofrecer a Su Excelencia que esta misma tarde lo recibirá en
Mucuchíes, como un recuerdo de su paso por estas alturas.
Media hora después de haber llegado el Brigadier a la
citada villa, le avisaron que un niño preguntaba por él en la puerta de su
alojamiento. Era un chico de once a doce años, hijo del señor Pino, que iba de
parte de éste, con el perro ofrecido.
—¡El mismo perro
Nevado! —exclamó Bolívar—. ¿Es este
el cachorro que me envía su padre?
—Sí, señor, este mismo, que es todavía un cachorro y puede acompañarle mucho tiempo.
—¡Oh, es una preciosa adquisición! Dígale al señor Pino que agradezco en lo que vale su generoso sacrificio, porque debe ser un verdadero sacrificio desprenderse de un perro tan hermoso.
El chico regresó a Moconoque
aquella misma tarde satisfecho de los agasajos y muestras de cariño que recibió
de Bolívar. Este niño fue don Juan José Pino, que llegó a ser padre de una
numerosa y honorable familia de Mérida y alcanzó la avanzada edad de noventa y
cuatro años.
Bolívar quedó contentísimo con el espléndido regalo, y no cesaba de acariciar a Nevado, que por su porte no tardó en corresponderle las caricias, haciéndolo en ocasiones con tanta brusquedad que más de una vez hizo tambalear al libertador al echársele encima para ponerle las manos en el pecho.
Averiguado con varios señores de Mucuchíes si habría en la tropa algún recluta del lugar conocedor del perro, para confiarle su cuidado y vigilancia, se le informó que en el destacamento que comandaba Campo Elías había un indio que era vaquero de la finca del señor Pino, y de consiguiente, conocedor del perro y de sus costumbres.
No fue menester más. Inmediatamente despachó Bolívar una orden a Campo Elías, que estaba acampado fuera del pueblo, para que le mandase al consabido indio, llamado Tinjacá. Era éste un indígena de raza pura, como de treinta años, leal servidor y de carácter muy sencillo. La orden, despachada a secas sin ninguna explicación, fue militarmente obedecida. El indio se encomendó a Dios, confuso y aterrado, al verse sacado de las filas, desarmado y conducido a Mucuchíes con la mayor seguridad y sin dilación alguna. El pobre creyó que lo iban a fusilar.
Era ya de noche, y Bolívar, envuelto en su capa por el frío intenso del lugar, revisaba el campamento acompañado de algunos oficiales, cuando se le presentaron con el recluta.
—¿Eres tú el indio
Tinjacá?
—Sí, señor.
—¿Conoces el perro Nevado del señor Pino?
—Sí, señor, se ha criado conmigo.
—¿Estás seguro de que te seguirá a dondequiera que vayas sin necesidad de cadena?
—Si, señor, siempre me ha seguido —contestó el indio volviendo en sí de su estupor.
—Pues te tomo a mi servicio con el único encargo de cuidar el perro.
El indio estaba tan turbado por la
brusca transición efectuada en su ánimo, que no acertó a decir palabra alguna
de agradecimiento. Al cabo se atrevió a preguntar tímidamente dónde estaba el
perro.
—Está amarrado en mi alojamiento —le contestó Bolívar.
—Pues si su merced quiere una prueba del cariño que me tiene Nevado, mande que lo suelten y le respondo que al punto se vendrá para acá, a pesar de la distancia y de la oscuridad de la noche.
Bolívar clavó sus ojos en el indio y se sonrió, manifestando de este modo su incredulidad; pero después de reflexionar un poco dio la orden y se quedó en el mismo sitio, advirtiendo a Tinjacá que si la prueba resultaba adversa lo castigaría severamente.
Las calles de la villa se hallaban a aquella hora cruzadas por muchos jinetes e infantes ocupados en procurar a las tropas el rancho y las comodidades necesarias. Bolívar empezó a temer que el perro, al verse suelto, se volviera como un rayo para Moconoque, pero en este momento Tinjacá se llevo la mano derecha a la boca, y acomodándose los dedos entre los labios de un modo particular, lanzó un silbido extraño y penetrante, distinto de los demás silbidos que hasta allí habían oído Bolívar y sus compañeros. Algo de salvaje y de guerrero había en aquel silbido que dominó todos los ruidos y algazara de los vivas y debió de resonar hasta muy lejos.
—El perro debe ya estar suelto —dijo Bolívar con inquietud, volviéndose a Tinjacá.
—Sí, señor —repondió éste—, y muy pronto estará aquí.
Y seguidamente lanzó al viento otro agudo silbido que hizo vibrar el tímpano a todos los presentes. Hubo un momento de ansiedad. Todos los corazones palpitaban aceleradamente, menos el del indio, que lleno de confianza, esperaba tranquilamente el resultado, sondeando la oscuridad con sus miradas en la dirección del alojamiento del Brigadier, que distaba de allí tres o cuatro cuadros. Un grito escapó de sus labios:
—¡Allí viene! —exclamó, echando con ligereza un pie atrás paro recibir sobre el pecho el pesado cuerpo del perro, que se te tiró encima dando saltos de alegría.
—Ya ve su merced cómo el perro sí me quiere —dijo respetuosamente Tinjacá dirigiéndose a su jefe.
Todos quedaron admirados del hecho, que vino a aumentar, si cabe, la estimación y afecto que ya Bolívar tenía por su perro. Él mismo le daba de comer, porque decía que el perro debe recibir siempre la ración directamente de las manos del amo. El resultado de estas contemplaciones fue que a los pocos días ya Nevado tenía por su nuevo amo el mismo cariño que demostraba por Tinjacá y que Bolívar aprendió a llamarle de muy lejos con el mismo silbido casi salvaje que le enseñó el indio.
Del ingenio festivo y picaresco de algunos oficiales del Estado Mayor salió la especie de bautizar a Tinjacá con el nombre de Edecán del Perro, especie que celebró Bolívar, pero no sus oficiales, a quienes nunca les cayó en gracia tal nombre.
Nevado compartió los azares y la gloria de aquella épica campaña de 1813. Sus furibundos ladridos se mezclaban sobre los campos de batalla al redoble de los tambores y estruendo de las armas.
Era un perro de continente fiero, semejante a un terranova, pero singularmente hermoso, que se atraía las miradas de todos en las ciudades y villas por donde pasaban.
El siete de agosto, en la entrada triunfal de Caracas, Nevado, acezando de fatiga, seguía a su amo bajo los arcos de triunfo y las banderas que adornaban las calles de la gentil ciudad. Más de una flor perfumada de las muchas que arrojaban de los balcones sobre la cabeza olímpica del libertador, vino a quedar prendida en los níveos vellones del perro.
El hermoso Nevado era digno de aquellas flores.
la mandataria argentina,
Cristina Kirchner, recibió de regalo un simpatico cachorro blanco de la raza Mucuchi (el perro Nacional de Venezuela)
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